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Tuesday, November 07, 2006

ENRIQUE GIL CALVO, "Una generación hipotecada"

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TRIBUNA: ENRIQUE GIL CALVO

Una generación hipotecada

EL PAÍS - Opinión - 07-11-2006

Si siguiéramos el precedente publicitario sentado por una famosa novela publicada hace ya algunos años, a la actual cohorte de jóvenes que se disponen a formar familia entrados en la treintena habría que llamarla generación H o generación hipotecada, como forma gráfica de identificar su programación vital. Y ello tanto en términos estrictos como metafóricos, pues se trata de una generación que no sólo ha contraído hipotecas inmobiliarias casi vitalicias, en la medida en que su plazo de cancelación alcanza ya los 50 años, sino que además ha hipotecado en sentido figurado toda su entera biografía.

En efecto, para esta generación, la hipoteca se ha convertido en el peaje a pagar como nuevo rito de paso hacia la integración adulta. Por eso, hoy los jóvenes permanecen dependiendo de sus familias hasta que logran disponer de un empleo estable con cuyos ingresos poder sufragar un crédito hipotecario, lo que no resulta posible hasta los 30 años. ¿A qué se debe esta preferencia juvenil por la compra de vivienda en vez del alquiler? Hay tres explicaciones coincidentes. La primera es la escasez y carestía de los pisos en arriendo, dada la naturaleza especulativa de nuestro mercado inmobiliario. La segunda se debe a los factores culturales derivados del modelo latino-mediterráneo, dada la herencia histórica legada por la política social del fascismo, cuyo símbolo fue la vivienda familiar de protección oficial. Y la tercera se debe al clima de inseguridad laboral e incertidumbre de futuro que aconseja a los jóvenes protegerse frente al riesgo de despido y de divorcio mediante la compra de una vivienda en propiedad. Un riesgo que para las mujeres es mucho más elevado, dada su discriminación laboral y las carencias de nuestro Estado de bienestar, cuya escasez de servicios sociales impide conciliar el trabajo con la maternidad. De ahí que la propiedad de la vivienda actúe como un seguro de vida, destinado a proteger y garantizar el futuro adulto.

Todo ello explica que los jóvenes españoles prefieran seguir conviviendo con sus padres hasta que puedan estar en condiciones de adquirir una vivienda en propiedad. Pero dada la creciente carestía del mercado inmobiliario, la precariedad del mercado laboral y el bajo poder adquisitivo de los salarios, esto sólo puede hacerse mediante un crédito hipotecario con periodo de amortización muy largo. Pero hipotecarse a largo plazo exige disponer de un empleo fijo o estable: algo fuera del alcance para la mayoría de los jóvenes mileuristas, que sólo pueden acceder a contratos temporales sin garantía de continuidad. De ahí que muchas veces necesiten del concurso de sus progenitores (o de sus abuelos) para que avalen y garanticen el pago del crédito hipotecario, lo que refuerza la dependencia familiar de los jóvenes. Y aun así, la obtención del crédito hipotecario resulta muy difícil si no se plantea entre dos, mediante su firma solidaria con una pareja estable con la que compartir los costes y los riesgos de la amortización. Por eso a una conocida demógrafa le gusta decir que los jóvenes no se casan con sus parejas, sino con sus hipotecas. Y esto explica que la cohabitación en España sea mucho más baja que en el resto de Europa, pues nuestros jóvenes prefieren el matrimonio institucional como la forma más segura de garantizar el futuro de sus hipotecas. Pero esta hipotecación generalizada también tiene graves consecuencias sociales y políticas. Entre estas últimas cabe destacar el sesgo ideológico en sentido conservador que con sus hipotecas adquiere esta generación, dedicada el resto de su vida a defender y asegurar con uñas y dientes el valor de su apreciada propiedad privada. Un conservadurismo privatizador que se ve además doblado con un estéril inmovilismo localista y nacionalista, pues, encadenados a sus hipotecas vitalicias, los jóvenes se resisten a emigrar de los nichos inmobiliarios que habitan, desaprovechando las oportunidades de movilidad social y geográfica que les brinda la globalización. Pero, además de todo esto, aún existe otro efecto hipotecario todavía más insidioso, que es el ejercido sobre la formación de carácter de la juventud.

El retraso hipotecario de la emancipación juvenil ha invertido la metodología educadora, que antes era meritocrática (carrera de sacrificios disciplinarios, con aplazamiento de las recompensas hasta después del acceso al estatus adulto) y hoy es consuntiva: acceso inmediato a todas las gratificaciones sin proporción a los sacrificios realizados y con mucho adelanto sobre la adquisición del estatus adulto. Hace pocos lustros, cuando la emancipación juvenil se producía hacia los 22 años, todavía se intentaba reprimir a los jóvenes negándoles el acceso a unos consumos gratificantes como el del sexo con la promesa de que "cuando seas padre, ya comerás huevos". Pero ahora semejante sacrificio aplazado hasta después de los 30 años ya no tiene ningún sentido. De modo que, alentados por la tolerante permisividad del forzoso consentimiento progenitor, nuestros adolescentes adelantan hasta edades cada vez más tempranas su precoz acceso anticipado a todos los consumos inmediatamente gratificantes, como el sexo y los demás entretenimientos placenteros. Por lo tanto, estos incentivos ya no pueden actuar como premios diferidos que estimulan el esfuerzo sostenido por madurar y hacerse mayor, pues ahora pueden cobrarse por adelantado con total independencia del mérito y la madurez personal.

Lo cual supone invertir la secuencia temporal entre las dos actividades de consumo (satisfacción de necesidades) y realización (desarrollo de capacidades), que según Jon Elster estructuran la programación biográfica de la buena vida. Lo progresivo es anteponer la realización sobre el consumo para utilizar a éste como incentivo aplazado, tal como hacía el método moderno de socialización diferida: de joven se reprimía el consumo y se aprendía la realización (ética del trabajo), para poder recobrar ya de adulto como legítima recompensa el consumo juvenil sacrificado. Era el truco de la zanahoria prometida como premio aplazado del esfuerzo de autosuperación: "El que algo quiere algo le cuesta". Lo cual obligaba a programar la vida de acuerdo al ascetismo puritano de la hormiguita inversora, pagando el precio por anticipado antes de disfrutar de la vida en un futuro aplazado.

En cambio, el actual método posmoderno invierte la secuencia temporal entre ambas instancias, cayendo en la regresión aparente de poner el carro delante de los bueyes. Ahora se adelanta a la etapa juvenil un copioso consumo pasivo y gratuito (ética del ocio) mientras se pospone la realización activa hasta muy avanzada la etapa adulta. Así, una vez que ya se ha inducido la adicción a un régimen de consumo compulsivo, sólo después se ofrece la oportunidad de realización adulta como precio a pagar para seguir realimentando el coste de la adicción consumista. Pero esto es como abandonar el método inversor de pagar antes de gastar, propio de la ahorradora hormiga, para pasar a seguir el método adictivo de gastar antes de pagar, típico de la consuntiva cigarra. Un método de socialización anticipada inspirado en la lógica del crédito hipotecario, que permite disfrutar del consumo juvenil antes de que haya que pagarlo en el futuro con realizaciones adultas, colocando así al joven de por vida en posición deudora.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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Monday, November 06, 2006

JOSÉ F. DE LA SOTA, "Reconstruir la casa"

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TRIBUNA: JOSÉ F. DE LA SOTA

Reconstruir la casa


EL PAÍS - Opinión - 07-04-2006

Me viene a la cabeza (deformaciones de la literatura) un título de Salinger, el autor de El guardián entre el centeno. El título en cuestión es Levantad, carpinteros, la viga maestra. No encuentro otra metáfora mejor para estos días y los que nos esperan que la de un carpintero levantando una viga, construyendo una casa en la que habitarán personas, ciudadanos, vecinos; construyendo una casa en la que habitaremos todos y que a todos, por tanto, deberá o debería dar cobijo. Quiero ser optimista. Una casa con puertas y ventanas por donde entren el aire y la luz para todos y no para unos cuantos. No para los vecinos del sexto izquierda o los dueños del ático.

La casa es todo un símbolo. Gabriel Aresti habló de la casa del padre, pero a mí me emociona más la casa de Antonio Gamoneda en su Blues castellano. "En mi casa están vacías las paredes / y yo sufro mirando su cal fría. / Mi casa tiene puertas y ventanas: / no puedo soportar tanto agujero". Hemos visto multitud de agujeros en todos estos años infinitos que parecen tocar a su fin. Pudimos aprender a distinguir los orificios de una pistola de calibre 9 milímetros Parabellum con precisión de peritos balísticos. Nuestros ojos han visto mil agujeros negros llenos de sangre negra, porque gracias a ETA, también, pudimos aprender lo negra que es la sangre y lo adherente que es la masa encefálica de un guardia civil, de un cocinero, de un concejal del PP o del PSOE, de una mujer o un hombre que pasaban por allí. Descubrimos muy pronto que los agujeros se tapaban muy bien con serrín. Gastamos toneladas de serrín. Entre agujeros y serrín, Antonio Gamomeda termina así su blues: "El mundo es grande. Dentro de una casa / no cabrá nunca. El mundo es grande. / Dentro de una casa -el mundo es grande- / no es bueno que haya tanto sufrimiento".
El mundo es grande, sí. Más grande que la casa de los vascos y más grande que el reino de España y más grande que Europa. Tengo una foto encima de mi mesa de trabajo. Es una mujer vieja que se llama Vicenta Martínez y vive en Nicaragua. Tiene un trozo de madera en las manos con el que espera reconstruir su casa después de que el maldito huracán Mitch se llevara su techo, sus paredes, sus cosas, sus cultivos, sus pocos animales. Vicenta está dispuesta, qué remedio, a comenzar de cero. No es bueno que haya tanto sufrimiento, parece que nos dice en esa foto que ahora mismo contemplo. Pero a pesar de todo parece decidida a reconstruir su casa y hasta esboza una tímida sonrisa, una grave sonrisa. A Vicenta le haría mucha falta un carpintero que levantase, lo mismo que en el libro de Salinger, la viga maestra de su nueva casa. Pese a todo, ella sigue aferrada a sus raíces.

Nuestro huracán particular ha declarado, jura que con carácter permanente, un alto el viento, o sea, un alto el fuego y un alto a la sangre. Nuestro huracán particular ha sido sordo y cruel, mucho peor que el Mitch. Aunque nuestro museo de titanio brille y nuestros restaurantes continúen haciéndonos felices, el huracán desbarató la casa y arrasó nuestras tierras y nos dejó desnudos. No estamos, en el fondo, mucho mejor que los damnificados por el huracán que asoló Nicaragua, aunque nos creamos ricos. Los agujeros negros cubiertos con serrín ya no se ven, pero siguen ahí. Nuestra conciencia colectiva, si de verdad existe, está agujereada. Es la devastación moral que deja un huracán de más de treinta años.

Es curioso, durante más de treinta años hemos oído hablar de construcción (construcción nacional) a los amigos de los huracanes y sus no pocos socios. Y ahora, cuando el viento de la muerte ha cesado, comprobamos los daños invisibles ocasionados por el vendaval (vamos a comprobarlo y va a ser duro). Ahora lo que nos toca es la reconstrucción y el adecentamiento del solar. Tendremos que luchar contra los especuladores (que en el negocio inmobiliario no faltan, por desgracia). Y desenmascarar a los oportunistas que pretendan hacer ganancia fácil. Habrá mucho estraperlo ideológico y mucho ventajista, mucho tahúr (y no del Misisipi) y mucha subcontrata. Va a ser difícil levantar esa viga maestra para construir la casa que todos deseamos, pero vamos a hacerlo, no lo dudo. Vamos a aprender todos de Vicenta Martínez.

José Fernández de la Sota es escritor; acaba de publicar Cumbre del mar (Hiperion), Premio Valencia de Poesía.

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